Al nacer, la vida del bebé está regida por la alternancia de dos estados fisiológicos fundamentales: la vigilia y el sueño. Como en el adulto, el sueño se organiza en ciclos, con la sucesión del sueño agitado (paradójico) y tranquilo (lento). Pero, a diferencia del adulto, la noche se inicia por el sueño paradójico, para terminar por el sueño lento. A medida que el niño se desarrolla, el sueño se reorganiza para adquirir la misma estructura que el del adulto.
En la actualidad, se conoce bien la función determinante del sueño sobre el desarrollo físico y cognitivo del niño. Durante los primeros meses de vida, el sueño permitirá al cerebro del bebé terminar su maduración y, paralelamente, asegurar el crecimiento. Estas etapas, fundamentales, explican la cantidad importante de sueño necesaria en los bebés (unas 14 horas al día). En efecto, al nacer y durante el primer periodo de la vida, el bebé duerme casi todo el día, alternando fases de sueño y fases de vigilia. Durante este periodo, se regula su reloj biológico situado en el cerebro, gracias a los indicadores de tiempo (alternancia de luz y oscuridad, hora regular de los biberones, interacción con los padres…).
A partir de los 6 meses, el sueño empieza a organizarse como el del adulto: el sueño paradójico se produce más tarde en el ciclo y se vuelve más importante al final de la noche, y el sueño lento se localiza cada vez más en los primeros ciclos de sueño. Este sueño lento es importante, porque durante esta fase es cuando se sintetiza la hormona del crecimiento.
De 1 a 3 años, tiene lugar la maduración del sueño. El sueño lento profundo aumenta (36 % del tiempo de sueño), sobre todo al principio de la noche, y el sueño paradójico disminuye para igualarse al del adulto hacia los 3 años.